Sacerdotes Santos

En medio de la polémica por los casos de abusos de sacerdotes, esta carta del historiador Alejandro San Francisco nos recuerda que existen muchos sacerdotes con verdadera vocación de santidad.

 

 

Carta enviada por Alejandro San Francisco a La Segunda el 29 de marzo de 2010

“Sacerdotes santos”

 

Señora Directora:

El Papa Benedicto XVI acaba de condenar, nuevamente, los casos de pedofilia cometidos por sacerdotes que han abusado de los derechos de los niños y han avergonzado a la Iglesia. Las noticias abundan en casos nuevos aparecidos en Alemania, otro día en Chile, poco antes en algún otro país. Todo eso, las malas noticias, a veces nos hace olvidar esa realidad maravillosa, más cotidiana, oculta y positiva que llevan a cabo cientos, miles de sacerdotes en el mundo entero. En ese sentido, en el siglo XX, cuando existieron problemas, también hubo sacerdotes de indudable santidad.

 

Uno se llamaba Alberto, hombre de decisiones radicales, comprometido, que sabía que había problemas en este mundo, y muchos. Cuando estaba como la roca azotada por el mar, fuertemente por todos lados, él buscaba la salida siempre por arriba, mirando al cielo. Creía que una vida heroica era posible, y por eso convocaba a los jóvenes a una vida casta y entregada, los animaba a consagrar su existencia a Dios y muchos lo hicieron basados en su ejemplo. En una camioneta verde recogía muchachos junto al río, para permitirles tener un hogar, comida y cama para dormir. No era un lugar cualquiera, sino el Hogar de Cristo. Era un santo, ¡y chileno!

 

Otro tenía por nombre Josemaría. Español de nacimiento, pero universal de mentalidad: su vocación de sacerdote había crecido en los barrios pobres de Madrid y tratando a cientos de estudiantes universitarios. Su originalidad tenía larga data: la llamada universal a la santidad. Convocaba a todos a ser sembradores de paz y de alegría, y pedía que cada hombre y cada mujer fuera útil, dejara huella e iluminara todos los caminos de la tierra “con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”. También miles han sido arrastrados a Dios con su ejemplo.

 

José era alemán y tuvo que sufrir en vida: la muerte de sus amigos, la persecución, el campo de concentración, las incomprensiones de siempre. Su respuesta era clara y consistente: “Todo por amor, con alegría”. Su epitafio, sencillo, era un resumen de su vida: amó a la Iglesia. Y también hizo que muchas personas en todo el mundo amaran a la Mater María, y que se sintieran como en su casa donde la visitaran.

 

En plena guerra mundial, Maximiliano era un fraile cualquiera, como todos los franciscanos. Cuando los nazis, en su ola de exterminio, estaban prontos a matar a un hombre de 40 años, con mujer e hijos, Kolbe prefirió sustituir a ese hombre, argumentando que era “sacerdote y polaco”, que no tenía hijos. Ayunó por tres semanas y luego fue asesinado. Mientras sus asesinos son recordados por la vergüenza de su acto, Maximiliano lo es por la grandeza de su ejemplo, su martirio y su caridad.

 

Todos eran hombres del siglo XX. De un siglo dramático por sus sucesos, por los abandonos, por abusos vergonzantes y desvíos del camino. Por lo mismo, un siglo con dificultades, pero el mismo siglo donde algunos sacerdotes recordaron, con su predicación y con su vida, que valía la pena vivir y morir por Cristo.

 

Y hay muchos más: el padre Cristián, el cura Joselo, el padre Samuel, Luis y Caco, don Pablo, el padre Fernando, el cura de mi pueblo y de tantos pueblos, que hacen poca noticia, pero dan vida en abundancia. Y hay todavía más: uno dirige una fundación para los ancianos, otro levanta proyectos para los pobres, otro forma a personas del mundo público, alguno atiende un hogar, una escuela, un seminario, a niños sin padres.

 

No generan titulares ni escándalos, trabajan intensa y silenciosamente, pasan haciendo el bien y su obra es fecunda. Felizmente, siguen apareciendo, están en muchas partes, contagian con su ejemplo y, Dios mediante, van a llenar la Tierra.

 

Alejandro San Francisco