Renuncia Benedicto XVI, un Papa de la vida bella y libre

Reflexión del P. Joaquín Alliende sobre la renuncia del Papa Benedicto.

“…En los últimos años, menos profesor, más pastor de todos, ya no interrumpía a nadie. Dejaba hablar largo a los otros. Se hicieron proverbiales sus silencios en los sínodos de obispos…”

 

 

 

Artículo publicado en El Mercurio (12/2/2013), citado en Schoenstatt.org

En la mismísima Plaza de San Pedro, en esa tarde que oscurecían pesadas nubes, el filósofo Rocco Butiglione, justo después de escuchar al chileno Cardenal Medina proclamando el nombre del nuevo Papa, Benedicto XVI, comentó: “Tenía que ser él. Conoce el pensamiento y la cultura contemporáneos como muy pocos”. Ahora este Papa teólogo, intérprete de Mozart, tímido, bávaro, incansable defensor de una integral libertad de conciencia, ha renunciado.

Juan Pablo II en agonía. Una multitud de jóvenes en oración. Joseph Ratzinger observando desde lo alto del Palacio Apostólico. Junto a él, otro alemán, el Cardenal Cordes, al ver la ardorosa adhesión de esos jóvenes al Sucesor de Pedro, musitó: “¡Pobre del próximo Papa! ¿Cómo tendrá que actuar para ser digno sucesor de este Juan Pablo II?”. Contestó pausadamente el actual Benedicto XVI: “Tendrá que ser simplemente él mismo”. En un mundo harto estridente, de la “civilización del espectáculo” (Vargas Llosa), la Providencia nos dio por Sumo Pontífice a un teólogo enciclopédico y de perfilada visión propia. Un sacerdote discreto. Un bondadoso incorregible. Un alegre de ojos que también saben ser pícaros.

Menos profesor, más pastor

Cuando, hace varias décadas, pude conocerlo de más cerca, me surgió la admiración que suscita en sus entornos. Pero, siendo sincero, me molestó que su inteligencia, veloz a veces, lo llevara a interrumpir al interlocutor, completándole algunas palabras antes de que él las hubiese pronunciado. En los últimos años, Benedicto XVI, menos profesor, más pastor de todos, ya no interrumpía a nadie. Dejaba hablar largo a los otros. Se hicieron proverbiales sus silencios en los sínodos de obispos. Siempre el otro tenía prioridad. El jesuita brasileño França Miranda describía tal actitud “como la de alguien que está aprendiendo”. En una ocasión, el Papa, tratando con especialistas un arduo asunto, dijo en francés: “Tengamos la humildad de reconocer que ninguno de nosotros tiene una respuesta para esa cuestión. Quizás de aquí a cincuenta años la Iglesia la tendrá…”. Y pensar que a este sabio modesto y, a la vez, consciente de su magisterio, un periodista inglés le puso el mote de “pastor alemán”, de can agresivo.

Un antes y un después

Los historiadores de la cultura señalan al Concilio Vaticano II (1963-1965) como el gozne de un antes y un después de la autoconciencia de la Iglesia Católica y de su presencia en las sociedades del orbe. Dos Papas caracterizan la convocación y el desarrollo del acontecimiento: Juan XXIII y Paulo VI. Dos actores de peso en el Concilio mismo, Juan Pablo II y Benedicto XVI asumieron posteriormente, como timoneros en el proceloso oleaje de la delicada y convulsionada navegación, a la hora de aplicar ese Vaticano II a la vida eclesial cotidiana. Por decenios se vivió mucha reacción y contrarreacción pendulares. En mucho era inevitable. Los frutos a largo plazo marcarán lo positivo del balance con largueza. Articular lo muy novedoso en lo permanente e irrenunciable requería más de una generación. En un tal tramo se precisaron los dos Papas visionarios y pedagogos de la fe. El Dios vivo los regaló.

Quien deja entrar a Cristo no pierde nada

Joseph Ratzinger sufrió, en carne propia y en la de su inmediata familia, la ignominiosa violencia moral de Hitler. De tal experiencia nacieron hondas sensibilidades de su ánimo, perspectivas filosóficas y la vivencia de la necesidad de Jesucristo en la historia, para alcanzar la máxima libertad interior y la solidaridad fraterna en los pueblos y entre los pueblos. Había escrito en 1995: “Una libertad cuyo único argumento consistiera en la posibilidad de satisfacer las necesidades no sería una libertad humana, seguiría recluida en el ámbito animal. La libertad necesita una trama común, que podríamos definir como fortalecimiento de los derechos humanos”.

Este humanista de porte secular abre bien el milenio que estamos iniciando. La médula de su mensaje la formuló en su primera homilía pontificia: “Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada-, de lo que hace la vida bella, libre y grande… Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana… Con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera”. Y concluyó con una voz, si bien cascada, convincente de autenticidad testimonial: “Cristo no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él recibe el ciento por uno”. Ayer Benedicto XVI, renunciando a su pontificado, regaló a la Iglesia otro gran don de sí mismo, porque “Cristo no quita nada, nada. Lo da todo. Él hace la vida bella, libre y grande”.